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CAPÍTULO III: " LAURA"

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Volví a ver a Laura en el bar de Mirta, una chilena cuyos rasgos faciales delataban su origen indio. El golpe de estado de Pinochet la había dejado sin su trabajo de secretaria en la Embajada de Chile en Madrid y, para olvidar y que la olvidaran, vino a perderse a Marbella, adonde era dueña de aquel bar que fue, en tiempos, refugio de trasnochados progres, anarquistas pijos y conspiradores de salón; aunque después lo sería de una fauna variopinta, hedonista y desencantada, compuesta por artistas fracasados, presuntos intelectuales y algún que otro político mediocre con manga ancha, siempre con ganas de rememorar los viejos tiempos que habían muerto para siempre.
          Las tertulias de “El Corsario” -así se llamaba el bar, en honor a su fundador- se distinguían por su animación y disparidad de criterios, pues la parroquia, como ya he dicho, era variada. A veces afloraba la pasión, más si el alcohol y otras hierbas surtían el efecto deseado. Éramos como personajes de opereta instalados a caballo entre la nostalgia de aquel tiempo, que echábamos de menos, y la mentira de una sociedad que era así porque nuestra generación no había sabido cambiarla. O no había podido. O no había querido. Quién sabe.
           Estaba sentado junto a la barra sobre un taburete de nuevo diseño, tan original como incómodo, observando a dos que jugaban al billar cuando alguien, detrás de mí, me llamó la atención con voz cálida y suave.
          -Hola, ¿recuerdas…?
          Antes de que acabara de hablar volví la cabeza y con cara de sorpresa le devolví el saludo. Me puse de pie y recorrí con la mirada todo su cuerpo, me detuve en su cara y le di al resorte que pone en marcha la memoria. Enseguida supe quién era. Mi memoria fotográfica siempre funcionó bastante bien.
          -¿La mudita? ¿Qué pasa, es que has recuperado ya la voz?
          -No, yo siempre he podido hablar. Lo que ocurre es que no hablaba porque no me daba la gana, ¿de acuerdo?; aunque me parece que contigo voy a seguir callada porque me da la impresión de que eres un borde -me contestó con cara de pocos amigos, mirándome fijamente a los ojos.
          -No te enfades, mujer, comprende que para mí ha sido una sorpresa. Lo de mudita lo he dicho sin ánimo de ofenderte...
          -Además de borde eres un mentiroso -me cortó, antes de que yo acabara de hablar.
          -Pero, Laura...
          -Ves, como eres un embustero ¿Cómo sabes que me llamo Laura?
          Ante mi evidente derrota salí del paso como pude y, como la experiencia es un grado, que decía mi abuelo, le contesté: “Estás mucho más guapa que la noche que nos conocimos, el color rojo te sienta de maravilla”.
          Una sonrisa, de satisfacción y agradecimiento, descubrió sus dientes blanquísimos y dejó la partida en tablas.
          -¿Te apetece beber algo?
          -Sí, un gintonic muy cargado. Esta noche tengo ganas de beber.
          -Pues entonces has encontrado la pareja ideal, podemos empezar ahora mismo.
          Vestía, Laura, una falda corta muy ajustada, acompañada de una camiseta, también roja, con amplias aberturas laterales que dejaban ver sus axilas, pulcramente depiladas, y parte de sus pechos, que se adivinaban bonitos y pequeños. Sobre el mostrador, una chaquetilla negra, del más puro estilo andaluz, muy útil para protegerse de la brisa que refresca las noches de Marbella, completaba el conjunto que Laura lucía con graciosa elegancia la noche de nuestro reencuentro.
Acabamos lo que estábamos bebiendo y, sin prisas, nos dirigimos hacia el puerto. Allí, la tranquila vida de Marbella en primavera estallaba para convertirse en un mundo lleno de música ruidosa, de alcohol barato y de gente que vivía tan deprisa que parecía como si huyera de algo o de alguien; aunque la huida durara mientras la noche los protegía con su manto, ambiguamente mágico, transformando lo cotidiano y aburrido en espectáculo lleno  de vida donde espectadores y actores se confundían.
          Andando en dirección al puerto comenzó a rondarme por la cabeza mi conversación con Víctor en “El Estrecho”. Y anduve dándole vueltas si sería o no conveniente hablar del tema en ese momento, pero al final decidí que no, porque al fin y al cabo nada me daba derecho a pedir explicaciones sobre algo que no me atañía ¿O sí me importaba? ¿Realmente me interesaba aquella mujer? Sin preguntar, ni contestarme, continuamos nuestro paseo por las estrechas calles del Barrio Viejo, superviviente feliz de las excavadoras.
          No había mentido, Laura, cuando me dijo que quería beber. Estuvimos toda la noche yendo de un bar a otro hasta que acabamos completamente ebrios. Y cuando nos echaron del último bar que quedaba abierto nos dirigimos, abrazados para no caernos, hacia la playa para, como las ballenas, ir a morir a ella: nuestro estado era verdaderamente preagónico.
          Sentados sobre uno de los espigones, que dividían la playa en pequeñas calas, vomitamos todo el alcohol y los escasos restos de comida que había en nuestros maltrechos estómagos. Luego nos lavamos la cara para despejarnos y nos enjuagamos para que el agua salada nos librara de aquel sabor, desagradablemente agrio, que nos quedó en la boca.  El remedio surtió efecto y, aunque salado, el sabor resultó ser menos asqueroso que el anterior.
          -Tengo la lengua completamente salada -le dije a trompicones ¿Y tú?
          -Igual. Ven y lo compruebas -me contestó, ofreciéndome su lengua hinchada y brillante como un pez que le saliera de la boca.
En esos momentos, me parecía estar viendo una imagen terrorífica de Marbella. Una ciudad envuelta por la niebla –el “taró” de los pescadores-. Un espectro de extrañas figuras, que mis ojos nunca vieron antes. Más allá de la niebla  estaba lo incierto. Tal vez lo sublime, lo inalcanzable, los alcores indecisos y obscenos, complacientes y ciertos. Y mis ojos no alcanzaban a ver la maravilla de lo invisible. Nada era tangible, un todo en sí mismo: indivisible… Pero entonces, ella,  recobró su imagen y se desnudó en la niebla.
Comenzamos a reír nerviosos y nos besamos con la pasión de dos recién casados en su noche de bodas. Y mientras nos chupábamos la lengua, Laura, me cogió la mano y la introdujo por entre sus muslos, fríos y suaves como el mármol, y comprobé que estaba muy excitada. Nos amamos intensamente, como dos fieras, durante un tiempo imposible de medir. Todavía, cuando lo recuerdo, pienso que si existe la felicidad tiene que ser algo muy parecido a los momentos que vivimos aquella noche. Después, agotados, sobre el frío cemento del espigón, estuvimos largo tiempo mirando, en silencio, aquel cielo de un azul oscuro intensísimo, tan lleno de estrellas que parecía que de un momento a otro nos fueran a caer encima. De pronto, Laura, interrumpió el cansino ir y venir de las olas y me contó la siguiente historia:
          “Yo siempre he odiado a los hombres desde que, con catorce años, el abuelo me sedujo. Bueno, en realidad, primero me sedujo y después me violó, aunque...es tan difícil, todavía hoy, saber qué ocurrió verdaderamente; ése es un trozo de mi pasado que sigue aún lleno de profundos abismos y de sombras que, me temo, seguirán conmigo durante el resto de mi vida...Yo le quería mucho, lo tenía en un pedestal porque para mí era un símbolo, un espejo donde me miraba a cada momento: era la ternura, la delicadeza, la corrección más exquisita. Yo era su única nieta y él mi único hombre, mi príncipe azul que todo me lo concedía; con él me sentía protegida, segura, el centro de un universo en el que, además de nosotros dos nadie existía para mí. Era, pese a su edad, muy apuesto, muy señorial, y vestía siempre con mucha elegancia, cuidando hasta el último detalle, porque, según él, la elegancia es el espejo del alma. Como cada verano, cuando acabé el curso me fui con él a su casa de Blanes. Allí, nuestra vida era siempre igual: desayuno en alguna cafetería del Paseo Marítimo, baño en la playa y comida en “El Hostal”, siesta para él y lectura o televisión para mí, merienda y paseo; y después de cenar, película en el cine de verano, durante la cual siempre se quedaba dormido. Yo solía andar por la casa casi desnuda sin reparar en que el abuelo estuviera allí, hasta que una tarde le sorprendí mirándome fijamente y le dije:
 “¿Qué miras abuelo?”. Él no contestó, pero me pidió que me sentara a su lado.
“Ya eres toda una mujer -me dijo, echándome el brazo por los hombros- y debes saber algunas cosas. Escucha: los hombres siempre buscamos lo mismo de las mujeres: que nos den mucho placer y pocos problemas.” Y mientras me hablaba no dejaba de acariciarme y yo me sentía bien porque me gustaba que me tocara, pero cuando me desabrochó la camisa comprendí que aquello, para mí como un juego, se estaba convirtiendo en algo peligroso que yo era incapaz de parar. De manera violenta me quitó las bragas y me lamió con tanta pasión que me asusté. De pronto se me derrumbó el mito: la elegancia, la delicadeza y la corrección más exquisitas se habían convertido, en unos minutos, en puro instinto animal, en una fiera salvaje que sólo pretendía joder sin importarle si yo estaba o no de acuerdo. Pese a todo, cuando se bajó los pantalones y dejó al descubierto su verga, que a mí me pareció enorme, sólo pensé en tocársela con mis manos: era lo prohibido, lo que no había visto ni tenido jamás. Comencé a gritar y a llorar, al tiempo que sentía una sensación de asco que durante mucho tiempo me ha impedido estar cerca de ningún hombre. Cuando acabó, el que había sido mi ídolo de tantos años, era un viejo babeante y asqueroso que resoplaba como un cerdo a punto de morir.
          Escapé corriendo hacia el baño, necesitaba limpiar mi piel de todo lo que oliera a él, y mientras me duchaba me venían a la mente una y otra vez aquellas imágenes que me están persiguiendo desde entonces.
          “Laurita -me dijo, una vez que terminó todo-, esto que ha pasado es mejor que no se sepa, ya sabes que en nuestra sociedad  los escándalos no están bien vistos; además, nadie te creería. Esto tenía que ocurrirte un día u otro y mejor que haya sido conmigo y no con alguno de esos amigos melenudos sin clase que tienes. La primera vez siempre duele un poco, pero después ya verás como te gusta. Yo haré de ti una experta para que cuando te cases sepas hacer feliz a tu marido”.
          Mientras me hablaba, con aquella sonrisa cínica dibujada en el rostro, yo iba acumulando odio y rabia. Sentí tal sensación de impotencia que mi única reacción fue echarme a llorar y abrazarme a él, pero cuando sentí que sus manos me acariciaban de nuevo me volví loca y le di un mordisco en el cuello que Drácula habría muerto de envidia si me ve. Me apartó violentamente y, cogiéndome por el brazo, empezó a darme bofetadas, secas y muy violentas, mientras gritaba: “¡Puta, eres una puta, una putita, igual que todas, una furcia!”.
          Entre el silencio y el miedo, aquella relación se mantuvo casi dos años hasta que un día descubrí que estaba embarazada y se lo dije a mi padre. Cuando me preguntó por los detalles le puse al corriente de todo lo sucedido durante ese tiempo y la respuesta fue calcada a lo que me dijera mi abuelo después de violarme por primera vez. Además, lo disculpó diciéndome que quizá estaba algo loco debido a su edad y que yo le habría provocado, tal vez sin darme cuenta; en fin, que en adelante tendría que tener más cuidado con mi comportamiento delante de los hombres.
          -No te preocupes, Laurita, verás como todo se arregla. De momento, no se lo cuentes a nadie más; yo buscaré una forma discreta de solucionar el problema: una solución acorde con nuestra posición social -me dijo, sin inmutarse, como si todo lo que le había contado le importara una mierda.
          -¡¿Eso es todo lo que tienes que decirme?!  -le contesté gritando- ¡Eres un hijo de puta, ¿sabes?, lo mismo que él. Eres un canalla, lo mismo que tu padre!
          Salí de allí llena de rabia, sin entender nada. Aquello era demasiado para mí. (Por primera vez, a lo largo del relato, Laura hablaba con voz entrecortada, como si estuviera a punto de romper a llorar). Estuve deambulando todo el día por Barcelona, pero en ningún sitio estaba bien. Por mi mente cruzaron todo tipo de ideas: tan pronto pensaba en el suicidio como pensaba en largarme de allí y que no me volvieran a ver en la vida. Pero al final volví a casa, porque era el único sitio donde podía ir y el lugar donde me sentía segura. Aquella noche, tras la cena, hubo consejo familiar. Es decir, mamá, papá y yo. Mi padre expuso el problema sin entrar en detalles para que mi madre no se enterara; aunque la verdad es que ella no se enteró, o no quiso enterarse, nunca de mis problemas, sus caballos y sus amantes eran su única preocupación. Sin esperar a que mi madre o yo opináramos, nos comunicó su decisión:
-Ya lo he dispuesto todo para que abortes en una clínica de Londres, tu madre te acompañará -nos dijo, con la seguridad del que está acostumbrado a que le obedezcan.
          -¡De eso nada, querido! ¿Qué quieres, que me reconozcan y salte el escándalo? Que la acompañe el abuelo, que tanto la quiere.
          -Eso, que me acompañe el abuelo, al fin y al cabo esto es suyo -dije, tocándome la barriga.
          -¿Cómo? ¿Ese viejo putañero te ha hecho eso? ¡Canalla!
          Mi madre parecía volverse loca por momentos. Mientras tanto, mi padre permanecía impasible con aquella idéntica sonrisa que había heredado de su progenitor. Cuando mi madre se hubo serenado, tomó de nuevo la palabra mi padre y, sin perder aquella cara cínica, dijo:
-Mira Montse, el daño ya está hecho, lo que hay que hacer es encontrar una solución, no te preocupes, hablaré con mi secretaria y será ella quien acompañe a Laurita; Lola es muy discreta y fiel a la empresa.
          -¿Tu secretaria? ¿Querrás decir la puta con la que acuestas? Tu padre y tú sois iguales: dos asquerosos mujeriegos sin escrúpulos ni moral.
          -¿De qué moral hablas, querida?...Tú, que estrenas amante cada semana. Vamos a dejarlo, ¿no te parece? ¿O prefieres que tu hija se entere de todo?
          Mi madre se fue llorando, escaleras arriba, mientras yo, cada vez más sorprendida, me quedé mirando, en silencio, a mi padre que fumaba saboreando su triunfo.
          -Siento lo ocurrido, hija, pero ya ves, tu madre está cada día más histérica: será la menopausia que se le habrá adelantado. En fin, así es la vida, mañana hablaré con Lola y en unos días todo se habrá solucionado. Ah, se me olvidaba, lo tuyo es de menos de tres meses, ¿verdad?, es que los de la clínica han insistido mucho en que el feto tenga menos de ese tiempo. Vete a dormir y no te preocupes, dentro de una semana esto sólo habrá sido una pesadilla que pronto olvidarás; yo voy a salir, tengo una reunión de negocios.
          A la mañana siguiente, mientras desayunaba, sonó el teléfono:
“¿Laurita?, escucha, ya está todo arreglado, esta tarde te vas a Londres, prepara equipaje para tres días; a las tres te recojo en casa para llevarte al aeropuerto”. A las tres en punto estaban en casa Lola y mi padre.
          -Ésta es Lola, mi secretaria; como ya sabes, ella te acompañará a Londres, estoy seguro que durante los tres días que vais a estar juntas os haréis muy buenas amigas; Lola, espero que la cuides bien: es mi única hija, mi pequeña Laura.
          La escena era conmovedora (hablaba Laura con sorna) viendo a mi padre que parecía un actor de tercera fila interpretando un papel que ni él mismo se creía.
          Un tráfico infernal retrasó nuestra llegada al aeropuerto, a mi padre le iba a dar algo, parecía que era él, y no yo, el que iba a abortar. Llegamos con el tiempo justo al mostrador de la compañía de vuelos chárter que nos llevaría a Londres. Nos conocían a la legua, parecíamos un grupo de peregrinas a Lourdes. En el aeropuerto nos pasó una cosa graciosa: como llegamos tan tarde, con las prisas no encontrábamos la puerta de embarque, así que le preguntamos a un guardia civil si él sabía qué puerta era y nos contestó: “¿El avión de lah preñáh? Sí, por la puerta siete”.
Ya en el avión, quedé sorprendida, pensaba que sería la única mujer tan joven; pero no, iban otras ocho o nueve de edad aproximada a la mía. Durante el viaje apenas si hablamos Lola y yo, la verdad es que el ambiente no era, precisamente, muy propicio; además, a mí Lola me producía cierto rechazo, seguramente, por lo que había escuchado hablar sobre ella la noche anterior.
          Aproveché el silencio de Lola para observar al resto de mujeres que viajaban conmigo, mientras imaginaba cómo serían, cómo vivirían, por qué habían decidido abortar; pero, alguien interrumpió mis pensamientos: era la compañera de viaje que ocupaba el asiento paralelo al mío al otro lado del pasillo. Me dijo que se llamaba Macarena, que vivía en Cornellá de Llobregat, que viajaba sola y que no sabía inglés. Ella no había abortado nunca; pero claro, tenía cuatro hijos y el quinto no cabía en casa:
-Fíjese usted, qué desgracia; pero no puede ser. Además, con mi marido en el paro ¿Usted ha hecho esto alguna vez? Yo tengo mucho miedo. En fin, que sea lo que Dios quiera.
          Me recosté sobre el asiento y seguí meditando en lo que aquella mujer me había contado. Qué injusta era la vida: yo iba a abortar para evitar un escándalo y aquella pobre mujer porque un quinto hijo pondría en peligro la supervivencia, quizá, de los otros. Desde ese preciso momento empezaron a derrumbarse en mí muchos de los principios que hasta entonces yo tenía como válidos. Te parecerá extraño, pero así me enteré de que existía otro mundo además del mío. Pensando en aquello, me quedé dormida hasta que la voz de la azafata, avisando que estábamos llegando a Londres, me despertó. Lola seguía leyendo, con suma atención, la revista que nos habían dado al subir al avión.
          Al llegar al aeropuerto nos metieron a todas en un autobús que nos llevó a un hotel. Allí, alguien de la clínica nos explicó cómo estaba organizado el “weekend”: “Esta noche dormirán todas aquí, mañana a las nueve en punto un autobús recogerá sólo a las señoras que vienen a visitar nuestra clínica, allí permanecerán hasta pasado mañana que volverán al hotel. Esa tarde pueden ir de compras, si lo desean; pero a las veinte horas deberán estar de vuelta en el hotel, ya que a las veintidós horas sale el avión que las devolverá a su país."



Cenamos muy temprano y, después de tomar café en el bar del hotel, subimos a la habitación, deshicimos el equipaje, nos duchamos y nos fuimos a la cama.
          -Yo no te caigo bien, ¿verdad? -me dijo Lola, mientras encendía un cigarrillo.
          -Pues no, la verdad es que no me caes muy bien. Lo que oído de ti no es muy bueno ¿Desde cuándo te acuesta con mi padre?
          -Eso no importa, pero sí quiero que sepas que fue tu padre quien me buscó y no al contrario. Además, cuando comencé mis relaciones con él, tu madre ya le ponía los cuernos. Es decir, que yo no he roto nada; me acuesto con tu padre porque él me da algo que nunca he tenido, porque estaba harta de hacer siempre lo mismo por ochenta mil pesetas al mes. Ahora hago lo que me da la gana y vivo como siempre he deseado, aunque a cambio tenga que abrirme de piernas cuando él lo desea. Al fin y al cabo, es lo mismo que hacía con otros, pero con la diferencia de que, encima, a muchos de ellos tenía que prestarles el dinero para que pudieran pagar el taxi que los llevara a su casa. Para vosotros, la gente bien, todo es más fácil. Si yo, con dieciséis años, me hubiera quedado embarazada, hoy estaría haciendo la carrera en Las Ramblas. A ti, sin embargo, te han puesto hasta una señorita de compañía para que vayas a abortar. Pero así es la vida y yo no tengo ganas de cambiarla… De todas maneras, no creas que soy la primera amante de tu padre, antes de mí ha habido otras y después de mí habrá más: tu padre es un golfo de mucho cuidado.
          -No, si no te culpo de nada, Lola, pero se me ha venido encima todo de golpe y la verdad es que estoy hecha un lío, cada vez entiendo menos lo que pasa. En dos años se me ha derrumbado todo: mi abuelo, que para mí era un ídolo, ha resultado ser un hijo de puta; mi madre, a la que le importa más el qué dirán que lo que pueda ocurrirme; mi padre, que es bastante peor de lo que pensaba... En fin, todo en lo que creía. Y que me haya sucedido todo eso en dos años y a mi edad, pues ya te puedes imaginar como me encuentro. Es como para no creer en nada ni en nadie, para mandarlo todo a la mierda.
          -¿Así, que tu abuelo es el padre de la criatura? ¡Jooder! Ésta sí que es buena sorpresa. Valiente cabrón. Seguro que será uno de esos que está en contra del aborto. Y yo, que a veces me creo la más mala del mundo, al lado de semejante gentuza soy una hermanita de la caridad.
A la mañana siguiente me desperté muy temprano, la idea del aborto no me había dejado dormir. A las nueve en punto, tal y como nos habían anunciado el día anterior, un autobús nos recogió para llevarnos a la clínica. Allí todo fue amabilidad y trato exquisito, lo que hizo más llevadero el tiempo previo al aborto. Hasta incluso nos hicieron un pequeño lavado de cerebro para que la cosa resultara menos traumática. A pesar de todo, no es una experiencia nada agradable: el sentimiento de culpa que sacas de allí no es fácil quitárselo de encima. Cuando volví, Lola me recibió en el hall del hotel, me abrazó cariñosamente y se interesó por mi estado.
          -¿Te apetece que comamos fuera y luego nos vamos de compras? Tengo doscientas mil pesetas en libras esterlinas que me ha dado tu padre por si nos hacían falta ¿Qué te parece si nos las gastamos todas? Verás cuando lo sepa qué cara va a poner.
          Subimos a la habitación a dejar el equipaje que me había llevado a la clínica. En el ascensor, Lola, me dijo que estaba algo pálida y que necesitaba acicalarme un poco: “No te preocupes, eso lo arreglo yo enseguida -me dijo, mientras comenzaba a colocarme el pelo en distintas posiciones como queriendo encontrar el peinado ideal para mi cara-. Escucha, Laura, como más guapa está una mujer es desnuda, pero como la mayor parte de nuestra vida tenemos que ir vestidas pues hay que procurar que la ropa sea una parte más de nuestro cuerpo para sentirse tan cómoda y tan guapa como cuando se está desnuda. Por eso, tan importante es saber elegir unas bragas como una camisa. Cuando una se siente guapa, la autoestima sube como la espuma y notas que el mundo gira a tu alrededor. Bueno, vamos a ver qué es lo que tienes en esa maleta, qué es lo que sirve y qué lo que vas a regalar a las camareras del hotel. Vamos a empezar de dentro a fuera ¡Qué barbaridad! Estas bragas son del siglo pasado, ahora se lleva otra cosa; después te enseñaré las mías a ver si te gustan. Y este sujetador, y esta camisa, y este jersey ¡Todo afuera!”. La vitalidad de Lola, que hablaba sin parar, me hacía feliz: por momentos hizo que olvidara toda la historia que me había traído hasta Londres. Era todo un espectáculo verla sacar ropa de la maleta y esparcirla por toda la habitación. Definitivamente me había conquistado: yo me lo estaba pasando bomba. Cuando acabó la escena me colocó delante del espejo y me puso que ni yo misma me conocía. Así, de esa guisa, nos fuimos a gastar las doscientas mil pesetas que mi generoso papá nos había regalado”.
          Cuando Laura acabó de contarme aquella historia estaba saliendo el sol.
          -¿Cómo te encuentras?
          -Muy feliz por todo, por estar contigo y porque me hayas dejado contarte algo que necesitaba contar hace mucho tiempo. Me has quitado de encima un peso tan grande que a veces me impedía vivir. Vamos, te invito a desayunar.
          Nos levantamos y, cogidos de la mano, echamos a  andar, playa adelante, en dirección a uno de los bares que hay en el puerto pesquero. Allí, los pescadores que habían vuelto de sacarle -el que lo conseguía- el pan diario a la mar, desayunaban tostadas de ajo y aceite con café y una o varias copas de aguardiente, dependiendo de como se hubiese dado la pesca-. También recalaban por allí los últimos de la fiesta, los que, como nosotros, alargaban la noche hasta que el sol venía a despertarla.
          Desayunamos cual pescadores hambrientos y, ajenos al bullicio que había, estuvimos un buen rato, mirándonos y haciendo manitas como dos enamorados adolescentes en su primer encuentro amoroso. Después la acompañé a su casa y, al despedirnos, me entregó un papelito con su nombre y su teléfono:
“Llámame” -me dijo-. Luego desapareció por entre los árboles del jardín que ocultaban la casa.     


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