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NUEVO CUENTO INCLUIDO EN "CARTAS A BLAU"

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"LA LUZ POSEÍDA"

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Por casualidad cayó en mis manos una fotografía antigua, quizá de principios del siglo XX, en la que aparecía una mujer desnuda, sentada sobre un viejo diván, probablemente de terciopelo o de raso oscuro, sorprendida por un haz de luz que inundaba toda la estancia. Si bien era la figura más pequeña, fue lo primero que me llamó la atención. Alrededor había tres hombres observándola: dos estaban de pie, echados sobre una especie de biombo, que dividía el espacio; y un tercero, mirando con más detalle a través de algo que semejaba una antigua máquina de hacer retratos, como una de aquellas que yo recordaba siendo un niño: un armatoste que tenía forma de caja de madera color marrón con un tubo en uno de sus lados y un boquete en el lado opuesto, cubierto con una tela negra, a través del cual el retratista metía la cabeza antes de disparar. Aquellos fotógrafos solían venir por el pueblo dos o tres veces al año, con motivo de las fiestas, para la celebración de las primeras comuniones o para alguna boda de alto copete.

La fecha aproximada me la confirmó el fotógrafo de la redacción, que era un apasionado especialista en fotos antiguas. Y, también, me explicó cuál era la técnica que se había empleado para realizarla. A cambio me la pidió para analizarla con más detenimiento. Accedí, pero le sugerí que intentara averiguar el lugar dónde estaba hecha y el nombre de los personajes que en ella aparecían. Los dos sabíamos que el reto era arduo y difícil, pero pudo más su raza de periodista que la dificultad de la empresa y aceptó.

Así quedó la cosa. Cada cual volvimos a nuestra tarea en el periódico y sólo de vez en cuando hablábamos del tema, siempre poco y deprisa, acuciados por las premuras de la jefa de redacción que era implacable y muy disciplinada durante las horas de trabajo; aunque fuera se transformaba y se convertía en una mujer atractiva y muy agradable cuando, tras el cierre, íbamos a tomar una copa al bar que había a la vuelta de donde estaba el periódico.  “El placer y el trabajo son como el agua y el aceite”, solía decir para justificar aquella metamorfosis que sufría a diario.

          Fue por aquel tiempo cuando alguien llamó a la redacción para avisar de algo extraño que estaba sucediendo en un pequeño pueblo de Jaén. Según le contó a la jefa, en una casa estaban apareciendo manchas en las paredes que se parecían mucho a una cara. No le echó cuentas a la noticia, que es lo que se suele hacer a la primera; pero todo cambió cuando las llamadas se repitieron para decir que las caras seguían apareciendo y que todo el pueblo estaba preocupado y con miedo. Es posible que el funcionario exagerara la nota para interesar al periódico, pero todos en la redacción hablábamos a diario del tema y yo intuía que ahí había un reportaje que no podía dejar escapar. Pedí unos días de permiso, pero la jefa se me adelantó, con aquel olfato de vieja periodista que tenía, a pesar de su juventud. Me llamó a su despacho y me ordenó ponerme en camino.

          Para ir desde Granada a Bélmez de la Moraleda, que así se llama el pueblo donde aparecieron las famosas caras, había que recorrer una carretera difícil y tortuosa, no exenta de peligro, sobre todo cuando llovía o nevaba; aunque sembrada de pequeñas ventas, donde se comía abundante y barato, que la convertían en una especie de ruta gastronómica, frecuentemente visitada por camioneros, taxistas y los escasos turistas que les daba por conocer tan recónditos lugares cuales son los pueblos que forman parte de la zona, a caballo entre las comarcas de los Montes Orientales granadinos y la de Sierra Mágina, ya en Jaén, de una belleza misteriosa e imperfecta.

Tras casi dos horas de viaje, llegué al pueblo y fui directamente al Ayuntamiento, donde se me informó del suceso. El mismo funcionario, que también era el cronista oficial del pueblo, me contó ampliamente y con detalle la historia de la “Villa”, que él pronunciaba con énfasis, en mayúscula, seguramente para realzar su importancia y distinguirla de los pueblos cercanos. A través de él me enteré de que, aunque ahora tenía unos dos mil habitantes, había sido lugar de importancia y nombre; pero, si bien conservaba parte de su esplendor, “las cosas ya no eran igual”. Y así debía ser por lo que deduje después de conocer parte de su historia:

 “El Castillo – me informó el cronista- fue conquistado a los musulmanes por primera vez entre 1243 y 1246, pero no lo fue definitivamente hasta 1448, pasando a incorporarse al señorío de Jódar años más tarde. A partir de 1501 las tierras de Bélmez pertenecieron a la ciudad de Granada en pago de ciertas deudas que los Reyes tenían con ella, reservando el mando del castillo al señor de Jódar. La fundación como villa data de 1524, cuando se cedieron tierras en arrendamiento a algunos labradores del lugar, también conocido cuando entonces como “Cortijo de la Fuente de la Moraleda”. Nosotros hemos pertenecido siempre a la jurisdicción de Granada hasta que, a raíz de la provincialización de Javier de Burgos en 1833, fue incluida en la nueva provincia de Jaén. Es decir, hace más de un siglo; aunque nos sentimos muy unidos a su tierra –me dijo, para agradarme, cuando se enteró de que yo era de Granada-, pero es mejor que no lo ponga en el reportaje. Ni quiero que mi nombre aparezca... Usted ya me entiende”. 
No le entendí, pero acepté y ni hice referencia a este asunto, probablemente espinoso, ni su nombre apareció en el reportaje que escribí sobre el tema.
Se ofreció para acompañarme a la calle Rodríguez Acosta (una casualidad del destino, seguramente, que estos apellidos aparezcan ligados a la historia que les cuento), donde en la casa nº 5, en el suelo de una de las habitaciones, habían aparecido unas manchas que ciertamente eran muy parecidas a un rostro humano: eran conocidas como “Las caras de Bélmez”, denominación de origen que identificaba al pueblo con aquel misterio mágico tan atractivo para curiosos y especialistas en este tipo de sucesos. Allí conocí a varios que, al saber que yo era periodista, tomaron sus precauciones para que no me enterara de los secretos de tan extraña aparición. No fueron necesarias, pues mi misión era otra y en el secretario había encontrado un informador de primera que hasta el momento me había abierto las puertas necesarias para conocer lo suficiente de tan extraordinario hecho. 
Hicimos buenas migas, él era un hombre culto y en mí encontró un interlocutor  que escuchaba con paciencia y mucha atención sus teorías acerca de esa y otras cuestiones que fue sacando a lo largo de la conversación, pues aprovechó la ocasión de sentirse escuchado para contarme todo lo que sabía, que no era poco. Me invitó a conocer su casa, en la que vivía con su madre, una mujer entrada en años y en carnes, pero de cara lustrosa y porte señorial, distinguida y muy educada y amable. No consintieron en que me fuera sin comer y al fin accedí. Y fue una comida muy agradable y no menos abundante. Eran los platos típicos de Bélmez, según me explicó la señora: embutidos caseros, gachas –una especie de guiso caldoso muy rico y nutritivo-, choto al ajillo –como lo hacían los pastores- y chuletas de cerdo; todo ello regado con un excelente vino, que me dejó muy satisfecho. Ellos parecían ser gente de buen comer y beber; y yo no quise ser menos para no desairarles. En justa correspondencia me ofrecí a invitarlos a tomar café fuera de la casa, pero ella no quiso pese a mi sincera insistencia y al cariñoso ánimo de “su niño” –como aún le llamaba, con cara enamorada, a pesar de que rondaba los cincuenta-, pues era mujer chapada a la antigua y muy cuidadosa en no darle qué hablar a la gente:
 “No está bien visto –me dijo para justificarse- que una mujer decente visite las tabernas si no es en fechas muy señaladas y acompañada de su marido. Y yo, desde  que murió su padre, sólo salgo de casa para asistir a algún entierro o para ir a misa cada domingo; así que se lo agradezco, pero mejor vayan ustedes que yo me quedo arreglándole la habitación; porque me ha dicho mi hijo que se queda a dormir, ¿verdad?”
Y eso hicimos. Me llevó a un bar próximo a su casa, en la plaza del pueblo, del que era cliente habitual. Tomamos café y coñac y continuamos la conversación que habíamos interrumpido durante la comida. Frente a la mesa que ocupábamos había un gran espejo que anunciaba una marca de anís muy conocida, creo recordar que era “Anís Raza”. O quizá fuera “Machaquito”, también muy de moda en aquellos años. Y de pronto, como si de una aparición se tratara, vi la fotografía que había encontrado meses atrás y que ahora estaba en poder del fotógrafo del periódico. Me sobresalté e intenté localizarla a través del espejo: en realidad era una copia, que formaba parte del almanaque que colgaba de la pared; exactamente la que ilustraba el mes de mayo. Me olvidé de todo, interrumpí la conversación, me levanté y  fui directo hacia donde estaba el calendario. Él me siguió y se unió a mí. 
“¿Está usted interesado en esa foto?” 
No le contesté. Estaba ensimismado leyendo el texto que aparecía debajo de la misma.
 “Pertenece a un fotógrafo que fue médico de un pueblo próximo que se llama Cabra del Santo Cristo –continuó hablando, a pesar de que yo no le estaba prestando la atención precisa-. Creo que conozco bastante bien al personaje y, si es que está investigando acerca del mismo, yo podría facilitarle datos que muy pocos conocen”. 
De nuevo quedé perplejo y admirado con el secretario, que, por cierto, se me olvidaba: sé cómo se llamaba, pues todavía conservo su tarjeta, con su nombre en letras de oro, que era secretario del Ayuntamiento y del Juzgado, fuerza viva del pueblo, y persona muy considerada y respetada por los vecinos y en toda la comarca; sin embargo, no puedo decirlo porque así se lo prometí. Y a un hombre cabal, se le debe pagar siempre con la palabra dada.
Permanecimos frente a la fotografía unos minutos más. La copia no era mala, la calidad del papel era aceptable y el impresor se había esmerado. Ampliada, perdía en  solera pero ganada en detalles; lo cual me permitió otra perspectiva y una distinta impresión a la que me produjo la primera vez que la vi.
“Si se fija bien  -me dijo-, verá que la fotografía original es bastante antigua, de primeros de siglo probablemente. Lo sé porque la técnica que se empleaba en aquellos años es inconfundible... Bueno, por eso y porque yo he tenido esa fotografía en mis manos y conozco el año exacto de su realización. Y en qué lugar se hizo. También le podría hablar de los personajes que aparecen en ella, incluso de la modelo que posó para el fotógrafo, habitual en el estudio del pintor amigo del fotógrafo...” 
Dejé de mirar el retrato y volví la cara hacia mi acompañante, desconfiado, con extrañeza, con esa mueca de duda dibujada en la comisura derecha de los labios que me acompaña desde que tengo uso de razón. 
“¿Tiene dudas acerca de lo que le he contado? Pues si quiere saber, tendrá que fiarse de mí porque soy el que más sabe de esto. Hasta hoy, naturalmente. Lo que haya de ocurrir mañana, sólo el Altísimo lo sabe”. 
Era inteligente y socarrón, cínico y listo como el hambre: un personaje propio de la mejor novela de costumbres.
La curiosidad del periodista ayudó a que aceptara la invitación a quedarme en su casa. Al día siguiente se celebraba la Fiesta de Moros y Cristianos, una tradición de la comarca de Sierra Mágina que en Bélmez de la Moraleda se desarrolla en dos lugares distintos y fechas diferentes: el primer domingo de mayo, en la Aldea de Bélmez, núcleo originario de la población actual, situada a tres kilómetros de la actual villa y al pie de los restos de antiguo castillo árabe, donde tiene lugar la escenificación de “Las Relaciones”. Y, coincidiendo con las fiestas  en honor del Señor de la Vida, en el mes de agosto, tiene lugar la segunda parte de “Las Relaciones”, una pieza dramática de gran valor cultural e histórico, que se vive con pasión entre los paisanos y constituye un señuelo turístico de gran atractivo para el viajero. Viví la fiesta con pasión, de acuerdo con las costumbres del lugar, guiado por la sabia palabra de mi anfitrión y la fuerza del gentío que nos arrastraba sin remedio hacia donde quería. 
Cuando acabó el día, yo estaba hecho fosfatina y sólo ansiaba meterme en la cama y dormir muchas horas. Ilusión vana la mía: el ruido de los músicos y la algarabía de la gente no me lo permitieron hasta bien entrada la noche, al alba casi, cuando la orquesta se cansó de tocar “Paquito el chocolatero” -¡hasta en diez ocasiones la repitieron a lo largo de la noche!- y los últimos hartibles abandonaron la plaza.
Al día siguiente decidí ir a Cabra del Santo Cristo. Ya tenía la información necesaria para escribir el reportaje que se me había encargado y no quería desaprovechar la ocasión de visitar el lugar donde tantos años había vivido el autor de la fotografía que dio lugar a esta historia. Se ofreció a acompañarme, si el viaje era por la tarde, y acepté encantado. Salimos después de comer, en el viejo Mercedes heredado de su padre. Era un coche precioso que distinguía a quien lo poseía, pues en aquel tiempo se podían contar a los afortunados que tenían uno. De color negro, estaba tan limpio y cuidado que deslumbraba a su paso provocando admiración y envidia a partes iguales. Y, pese a sus años, funcionaba como un reloj suizo y su motor sonaba a campanas de gloria. Subimos y arrancó en dirección a la localidad cercana. Decidió que tomaríamos café una vez hubiéramos llegado puesto que la distancia no era larga y el tiempo en llegar sería corto. Pero la cosa se complicó, nada extraño por otra parte pues los viajes entonces por aquellas carreteras tenían siempre algo de aventura. Incluso en ocasiones como aquella en que nada había dejado al azar, poco dado, como era, a la improvisación... Pero, “Nadie es perfecto”, me dijo cuando comprobó que habíamos pinchado y que la rueda de repuesto estaba inservible después de tantos años sin utilizarla. Estábamos a mitad de camino cuando apareció un tractor y enganchados a él llegamos a la estación de ferrocarril con el fin de resolver el problema. Mientras esto sucedía, entramos en la cantina a tomar café. Estaba llena de gente que esperaba “El Catalán” –tren expreso con destino a Barcelona- y decidimos salirnos al patio y disfrutar de la agradable tarde de primavera. Mientras tomábamos el café y el coñac,  luego de hablar de otros temas relacionados con la vida y con aquellas tierras, él retomó la conversación sobre la fotografía; noté que quería seguir informándome y yo no me opuse.
-¿Cuántas copias existen? –le pregunté cortando el monólogo.
- Que yo sepa, dos: una que tiene la familia y otra que tengo yo
- ¿Y no es posible que haya otra?
-¿Posible? Todo es posible en esta vida, pero en este caso no. ¿Acaso tiene conocimiento de la existencia de otra copia?
- Sí
-¿Dónde está?
- La tiene un compañero, el fotógrafo del periódico.
- No, ya no la tiene.
- ¿Y, usted, cómo lo sabe? La fotografía es mía y se la dejé prestada hace unos meses, pero sé que está a buen recaudo.
- Claro, en la caja fuerte de mi casa desde que me la vendió por veinticinco mil duros. Fue él quien me la ofreció a través de un anticuario que se dedica a la compraventa de este tipo de obras. Llegamos a un acuerdo y ahora es mía. Fue hace un  mes, unos días antes de Semana Santa, en Granada.
Quedé perplejo y desarmado, muy decepcionado con el comportamiento del compañero. Que era un poco golfo y andaba siempre metido en algún lío de faldas, lo sabíamos todos; que le gustaba el juego, también; pero que era un sinvergüenza, no; eso no lo sabía.
-No se preocupe, no tiene mayor importancia, lo importante es la fotografía, no quien la posea; una obra de arte lo es siempre, independientemente de quien sea su dueño.
-De acuerdo, pero ésta era mía y me la ha robado alguien en quien yo confiaba. Así que, le agradezco sus palabras aunque no me sirvan de gran consuelo.
-No puedo dejar de reconocer que yo me sentiría como usted. A su estado le llaman la “Depresión del marido engañado”. Pero, por si le sirve de algo, le diré que su amigo es un lince en el mundo de la fotografía antigua, muy conocido por sus amplios conocimientos y por su habilidad en los negocios de este tipo.
Nos encontró en silencio el mecánico cuando vino para avisar de que las ruedas estaban arregladas. Había sido eficaz y rápido, ayudado sin duda por la escasez de trabajo y por la importancia del personaje, muy conocido e influyente en la comarca. Pagó y  reemprendimos la carretera en dirección a Cabra del Santo Cristo. Por el camino me fue ilustrando sobre el lugar al que me llevaba: “Cabra tiene un rico pasado histórico y es muy antigua, como demuestran sus cuevas neolíticas y sus restos romanos y visigóticos. Su Iglesia, que fue construida entre los siglos XVI y XVIII, y constituye un claro ejemplo de la arquitectura barroca andaluza -en su primera época-, es el Santuario del Santo Cristo de Burgos, centro de peregrinación desde fechas que se remontan al siglo XVII. No estoy seguro, pero creo que es el 20 de enero cuando se conmemora la llegada del lienzo del Santo. Junto a la iglesia hay otra edificación, conocida como La Casa Grande, también de estilo barroco, que le enseñaré cuando lleguemos. Hace unos días asistimos –como cada año- a la Romería de la Virgen de la Inmaculada, que se llama como mi madre. Fue el día 1 de mayo. Parece una paradoja, pero no lo es. Son las cosas de los españoles: mientras media España se manifestaba en contra de Franco, nosotros nos ocupábamos de  transportar a la Señora, desde la Estación que venimos hasta Cabra del Santo Cristo, en una carroza ¿Es usted comunista, joven?”
Estaba cayendo la tarde cuando llegamos y, al crepúsculo, la luz de mayo prestaba una imagen lánguida, diluida, ensimismada en su historia y en sus recuerdos y sumida en el silencio del horizonte que le pertenecía, aquel paisaje de olivos y almendros, pinares y encinas, pleno de una belleza de contrastes.
“Cabra del Santo Cristo –continuó mi guía- tendrá unos 2.500 habitantes y pertenece también a la provincia de Jaén. Y, aunque existe entre los dos pueblos una sana rivalidad, compartimos algunas tradiciones y no pocas características antropológicas y etnográficas –concluyó intentando impresionarme-. Aquí también se come bien. La gastronomía de la comarca es muy parecida, pero si viene en temporada le aconsejo que pruebe el condumio, que es una masa hecha de morcillas sin embutir, y los andrajos con liebre”. 
No era temporada, ni de caza ni de matanza, y no pude probar tan exquisitos manjares, pero sí me enteré de la receta de los andrajos con liebre, gracias a la amabilidad de la señora del bar que me dijo lo que sigue:
“Pues mire usted, es una cosa muy sencilla de hacer: se necesitan un par de liebres, que no sean muy grandes, dos dientes de ajo, un pimiento rojo que esté seco, de los que se le echan al chorizo; un pimiento verde, media cebolla, un tomate y aceite de oliva. En el mismo aceite que hemos frito la carne, se rehogan el pimiento y el ajo; y después se sacan y se majan en el mortero con el almirez. Luego se marea el pimiento verde, la cebolla y el tomate. Y cuando los productos están mareados, los echamos a una olla con agua hirviendo y le añadimos una hoja de laurel y una ramita de perejil. Se vuelca el mortero en el caldo y dejamos que hierva un ratico. Con harina, caldo de la olla y un huevo batido hacemos la masa para hacer las tortas. Las echamos una a una y, mientras la torta se va cociendo, se corta en trozos; así con las demás hasta acabar la masa. Se le pueden añadir patatas, pero eso depende de la cocinera. Se cuece todo a fuego lento. Y cuando el caldo esté espeso se aparta. Y a comer. Otro día que vengan, y que se pueda, les voy a guisar unos andrajos; pero no como los hacen ahora, como los hacía mi madre que es como yo los sé hacer”. 
Meses después tuve la posibilidad de comer plato tan celebrado y comprobé que no exageraban ni mi acompañante ni aquella mujer tan afable y dicharachera.
Cuando terminó nos despedimos y salimos en dirección a una casa donde había alguien a quien yo debía conocer, según me dijo nuestro anónimo personaje antes de abandonar el bar. No estaba lejos de allí, pero tardamos un buen rato en llegar porque nos deteníamos con frecuencia para seguir la conversación o para explicarme algún detalle más acerca de la localidad y de su larga historia. Era un hombre de palabra fácil y amena, pero hablaba mucho.
Por fin llegamos a la casa, una antigua construcción de estilo modernista, que conservaba aún el esplendor del pasado y un aire señorial innegable. Nos estaban esperando y nos recibieron con gran cordialidad. Aquellas mujeres eran las nietas del autor de la fotografía y vivían en Granada, aunque solían pasar parte del año en Cabra del Santo Cristo, casi siempre coincidiendo con el buen tiempo, según me confesaron ellas mismas. En aquella ocasión, también vivía con ellas un sobrino: “Soy biznieto de Arturo Cerdá y Rico”, me dijo orgulloso cuando se presentó. Era joven, pero gran conocedor de la obra de su admirado bisabuelo, como pude comprobar posteriormente.
          “Esta casa –me dijo- la ideó mi bisabuelo en 1900, pensada y diseñada para la fotografía. La construyeron albañiles de Monóvar, su pueblo, que trajo expresamente porque probablemente aquí no había  profesionales preparados para construir un edificio de estas características. La casa está inspirada en la arquitectura de otra, construida en el sevillano barrio de Triana. Y, como puede comprobar, hoy todavía se conserva en buen estado; es de planta cuadrada, con una montera central que ilumina el patio, cuyo suelo es de cristal para iluminar la planta baja con luz natural, adonde se asoman todas las habitaciones. El laboratorio estaba en la planta baja y tenía tres ventanas redondas con postigos, orientadas al mediodía, con vidrios rojos, verdes y blancos respectivamente, para poder mejor trabajar con la luz del día y así conseguir distintos efectos sobre los negativos de las fotografías. Por cierto, me ha dicho nuestro amigo que está usted interesado en ver una fotografía, la que realizó en el estudio del pintor José María López Mezquita, con el que tuvo amistad mientras vivió en Granada. En realidad, mantuvo una interesante correspondencia y una buena relación con pintores de la época como Sorolla o Rodríguez Acosta, que también aparece en la fotografía. Mi bisabuelo era un hombre culto e inquieto que siempre se interesó por el arte en general, organizaba veladas literarias en esta casa y se rodeaba de artistas y escritores de la época. Visitaba Granada con frecuencia y era habitual en las tertulias de los citados artistas y de otros que ahora no recuerdo. La inmensa mayoría de las fotos que conservamos están realizadas aquí, en Cabra del Santo Cristo, y casi todas tienen un carácter etnográfico que hoy son documentos de primera mano para saber cómo eran los trabajos y oficios de la época, así como la vida cotidiana del pueblo, sus costumbres y tradiciones.  Tenía el hábito de envolver cada cristal negativo en un papel sobre el que anotaba un número, la fecha y el contenido. Y, aunque algunos han perdido su envoltorio y otros están en peligro como consecuencia del desprendimiento de la emulsión, teniendo en cuenta, además, los muchos años que han pasado por ellos, se conservan bien y con una nitidez aceptable. Era un hombre meticuloso y sensible que, a diferencia de otros fotógrafos de su tiempo, más preocupados por los aspectos meramente artísticos del arte fotográfico, intuyó antes que nadie la importancia que la fotografía tenía desde el punto de vista cultural. Por eso, quizá, insistió en retratar la vida diaria del pueblo llano fijando con su máquina cada instante preciso y concreto hasta componer verdaderos cuadros costumbristas, que hoy son la memoria visual de aquel tiempo.” 
Magnífica fue la exposición del joven descendiente y ciertos el silencio y el interés de quienes escuchábamos sus rigurosas palabras. “Ahora -me dijo- pasemos a ver la fotografía que tanto le interesa. Habrá que buscar con detenimiento pues son muchas las que aún conservamos.” Y así lo hicimos.
Tras dos horas de minuciosa búsqueda, apareció el negativo, una obra de gran valor artístico que durante años nadie había sabido valorar en su justa medida. Nos acuciaba el tiempo y desistimos quedarnos más del necesario para ver lo que habíamos ido a ver, aunque no desaprovechamos la ocasión única de ver otras fotos de las miles que había archivadas.
-Como le he dicho, los personajes que aparecen son los pintores granadinos José María López Mezquita y José María Rodríguez Acosta, mi bisabuelo y la modelo, que al parecer era habitual en el estudio del primero pues aparece en alguna obra suya de aquel tiempo; pero siento no poder decirle el nombre. Sí sé que era gitana, bailaora en la cueva de María la Canastera; y que murió muy joven  como consecuencia de un turbio asunto que aún está sin aclarar.
-¿Existen otras copias? –terció mi acompañante.
-No, que tengamos conocimiento; aunque sinceramente no creo que existan. Mi bisabuelo, como les he dicho, era muy ordenado y riguroso a la hora de archivar las fotografías que iba haciendo, pues hasta las que regalaba las tenía registradas. Quiero decir, que aunque no estén en nuestro poder sabemos en las manos de quienes están.
El secretario miró de soslayo y me sonrió maliciosamente.
-No estaría yo tan seguro de eso que acaba de decir. Me refiero a la posibilidad de que exista otra copia...
-En eso, señor, no tengo duda alguna, quizá sea usted el que está confundido –afirmó rotundo sin dejarle acabar-. La fotografía que usted tiene no es una copia de ésta, sino otra fotografía muy parecida pero distinta a la que han venido a ver. Si recuerda la que le compró a ese mercader que va por ahí de entendido –un fotógrafo de periódico, creo-, y la compara con la que acaba de ver, observará que en la suya la luz proviene de un foco distinto. Por una razón sencilla: las fotografías están tomadas desde ángulos distantes, aunque en la misma habitación, el estudio del pintor López Mezquita. Entre ambas hay una sensible diferencia, en la otra la luz huye alejándose de la modelo y uno de los pintores –creo que Rodríguez Acosta- tiene la mirada perdida; en la nuestra, la luz aparece poseía por la esplendente hermosura de la mujer mientras los artistas miran complacidos. Es todo lo que le puedo decir.
De pronto, afloró la tensión y el silencio se podía respirar.
Durante el viaje de vuelta, sólo abrió la boca para decirme: “Es la primera vez que un hombre me deja sin palabras”. Se le notaba inquieto, nervioso, con prisa por  comprobar lo que el joven había evidenciado con su brillante argumento. Nada más dijo, mientras conducía ensimismado en sus pensamientos, el resto del camino. Cruzamos el pueblo, ya casi vacío de gente a esas horas, y llegamos a su casa que permanecía encendida aún. “Mi madre nunca se acuesta hasta que no llego”, me dijo como disculpándose, con un cierto pudor. Me invitó a subir y eso hice. Diez minutos después apareció él y, después de saludar a la madre, se dirigió a su despacho. Su madre me miró preocupada, pero yo no supe qué decirle.
-Dígame, joven, ¿ha ocurrido algo durante el viaje que yo deba saber?
-Desde luego que no, señora ¿Por qué me lo pregunta?
-Conozco a mi hijo y sé que algo le pasa ¿Otra vez le han vuelto a engañar?
-Siento no poder ayudarle, pero no sé de lo que me habla
Llamó al hijo, que acudió raudo, y le hizo la pregunta que antes me había hecho a mí.
-Sí, mamá, este mundo está lleno de truhanes...
-Y de incautos, como tú, hijo mío. No dirás que no te avisé...
- Pero la luz, mamá, parecía la misma.
-No digas sandeces, sólo él era capaz de conseguir la luz poseída.
Era la segunda vez que escuchaba “La luz poseída”, aquella expresión que parecía un enigma,  pero de la que no llegaba a imaginarme su verdadero significado ni su esencia auténtica, aunque me gustó la elegante sencillez con que la pronunció la señora. Sin embargo, cuando sacó la fotografía de la caja fuerte y la tuve en mis manos de nuevo, después de tantos meses, lo comprendí: la luz había huido, dejando sólo el oscuro recuerdo de un mal daguerrotipo.


FICHA:

CARTAS A BLAU
Cuentos y artículos

I.S.B.N.: 978-84-944666-7-0

Ediciones Algorfa. Marbella, Abril de 2016
Páginas: 120
A la venta en librerías y grandes superficies.  
Más información en:  www.libreriaalfaqueque.es  

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