Los mejores años
Los mejores momentos de nuestra amistad coincidieron con el afianzamiento definitivo de su carrera artística. Fue el período transcurrido desde el inicio de los años noventa del siglo XX hasta su muerte, pero los últimos apenas si nos veíamos porque lo cierto es que ninguno hicimos por vernos aunque oportunidades no faltaron. Fueron muchos años vividos con gran intensidad y una emocionada ingenuidad por mi parte, en los que siempre antepuse la amistad a cualquier otra consideración. Yo, que no soy dado a la mitomanía ni al seguimiento ciego de los artistas, quizá porque mi capacidad de admiración haya ido disminuyendo conforme he ido conociendo algunos en su condición de personas, sentía un gran cariño admirativo por Morente. Desde el principio hubo química entre los dos no exenta de desencuentros. Propiciados sin duda por nuestra forma de ser tan parecida en el fondo. “Tú eres quien mejor me conoce”, me dijo una noche en el bar “La Tertulia”. Y creo que lo conocía bien (cuando él se dejaba conocer, que no era siempre), aunque no el que mejor lo conocía; quizá sí con más desapasionamiento y por lo tanto más objetivamente. Si alguien afirma que conocía muy bien a Morente, no lo dudéis: Está mintiendo.
El día que nos conocimos
Cuando acabé los estudios universitarios, llegó el obligado cumplimiento del servicio militar. Lo hice en San Fernando (la tierra de Camarón de la Isla) y Cartagena[1], donde aproveché para asistir por primera vez al Festival Nacional del Cante de las Minas: fue en el verano de 1979. Mi relación con el flamenco hasta entonces era la de un joven aficionado que se había acercado a él de la mano de uno de mis profesores en la Universidad de Granada, José Heredia Maya, ya fallecido.
Enterado del evento, me acerqué a La Unión en el tren que une ambas poblaciones, al que años más tarde dediqué esta copla minera:
De Cartagena a La Unión
Hay un tren que va y que viene
Los días que sale el sol
Cuando nieva y cuando llueve
Y cuando hace calor
Me sorprendió el ambiente, el trajín y el aire de alegre jarana que se vivía en los bares a todas horas. Logré que el comandante me diera permiso para no dormir en el cuartel la noche de la gala flamenca –cantaba Camarón, ya mi ídolo- y la noche de la final del concurso de cante. Los concursos de baile y guitarra vendrían años después.
Cuando acababa la noche, siempre muy tarde, cogía el tren de vuelta a Cartagena pues a las ocho en punto había que presentarse en el despacho del jefe para darle el primer correo del día. Ahora puedo confesar que alguna de las noches restantes me escapé unas horitas con la excusa de llevar algún mensaje urgente a otras dependencias fuera del Arsenal. Ser de comunicaciones tenía esa ventajilla.
Ese año, que estuvo protagonizado por el colectivo gitano, pues hasta el presentador de la gala, Juan de Dios Ramírez Heredia, -político de UCD y ahora en el PSOE-, era gitano. Ganó el concurso una cantaora gitana, Encarnación Fernández, hija del guitarrista Antonio Fernández (patriarca de una rica saga de flamencos). A mí me impactó tanto que, sin saber lo que escuchaba ni entender, me atreví a discutir con un aficionado mayor que no estaba de acuerdo con el premio y que me pareció que no le gustaban los gitanos. “Esa es la mejor cantaora de España”, le dije. Muchos se sonrieron mientras aplaudían mi atrevimiento.
Acabada mi estancia en la Armada, me trasladé a Barcelona, donde viví ocho años de intensa pasión flamenca. Y, por unas razones o por otras, ya no volví a La Unión hasta el año 1986. Desde entonces he mantenido una hermosa relación con su tierra, con sus cantes y con sus gentes, entre las que aún me quedan algunos amigos. Allí, con el transcurrir de los años, he hecho de todo: he presentado casi todos los libros y discos, que hasta ahora tengo escritos y producidos, y algunos de otros autores; he impartido conferencias, he presentado actos, he ejercido de jurado varios años, he recibido el Premio de Periodismo… Allí escuché, escribí, canté, bebí y amé. Por todo eso, mi corazón estará siempre agradecido a esa ciudad. A ese mundo en el que año tras año fui muy feliz.
Como ya me andaba el gusanillo jondo por la sangre que lleva al corazón, en ambas ciudades seguí cultivando mi incipiente afición al flamenco, al que, como se ha dicho, había llegado de la mano del maestro y primer profesor gitano que pisó una universidad española, poeta y autor teatral. En la de Granada pude asistir a sus clases de literatura hispano americana –cuando no había una huelga de alumnos o de profesores o de todos unidos, que era con frecuencia- y a sus discursos en defensa de los gitanos, del flamenco y de Andalucía. En aquel tiempo, no eran pocas las ocasiones en que se confundían esos tres elementos; seguramente para tomar la parte por el todo e intentar crear una línea de pensamiento y un camino de investigación que llevara a las conclusiones del concepto gitano andaluz del cante, teoría plasmada en el libro “Mundo y formas del flamenco”, escrito por Ricardo Molina de acuerdo con las ideas de Antonio Mairena, que durante muchos años –y aún hoy- fue considerado como una especie de “Biblia” para aficionados y estudiosos.
De aquel profesor, con el que mantuve una relación muy cordial cercana a la amistad en los años universitarios, aprendí mis primeras nociones de flamenco y por consejo suyo comencé a asistir a los primeros conciertos flamencos que se daban en la Universidad de Granada. Recuerdo con nostalgia aquellas lecciones de Agustín Gómez, sobre diversos aspectos del cante flamenco (habitualmente ilustradas por Antonio Fernández Díaz “Fosforito” y Juan Carmona “Habichuela”), que se impartían en la aula magna de la Facultad de Ciencias; como tampoco puedo olvidar los recitales de Jaime Heredia “El Parrón” en la Escuela Universitaria de Magisterio, los de Paco Moyano en la Facultad de Medicina o algún concierto de José Menese y Manuel Gerena, casi siempre de tonalidades épicas, pues eran los adalides del “cante protesta”, que solían acabar con manifestación posterior e intervención de la policía nacional, conocida como “los grises” por el color del uniforme, varias veces citados a lo largo de la obra para no olvidar. Pero, sobre todo, recuerdo mis primeros festivales flamencos en el Paseo de los Tristes, que se celebraban en junio y eran organizados por la Peña La Platería, centro neurálgico del flamenco en Granada alrededor de la cual todo giraba. Es decir, que de mis primeros pasos flamencos y de mi afición intelectual tiene la culpa su Universidad y algunos de sus profesores, cual fue Pepe Heredia Maya al que siempre estaré agradecido. Él ya no está, pero sus enseñanzas, su poesía y su teatro siguen vigentes.
Precisamente, fue gracias a una de sus obras, “Macama Jonda”, que estuvo varios días de 1983 en el Teatro Romea de Barcelona (luego renombrado “Centre Dramàtic de la Generalitat de Catalunya”), como conocí a Enrique Morente. La obra, que gira en torno al amor y posterior boda entre un gitano del Sacromonte y una mora de Tetuán, estaba interpretada, entre otros, por Mariquilla, Manolete, Juan Montoya, Checkara, Antonia “La Negra”, Morente, Luís Heredia “El Polaco” Jaime Heredia “El Parrón”, Paco Cortés y Niño Jero, y obtuvo un gran éxito de público los días que estuvo en cartelera. Uno de esos días me llamó Ramón, amigo y paisano que tenía negocios de hostelería en Barcelona. Los había invitado a un restaurante de su propiedad con el fin celebrar el éxito. Y hasta allí nos fuimos a comer y a beber. Allí fue la fiesta posterior. Y aquel día nos dimos a conocer Enrique Morente y yo por medio del citado amigo, que lo fue, hasta su temprana muerte, tanto de Enrique como mío. Si este flamenco rumboso ya visitaba los lugares de la noche granadina, a partir de entonces “Ramón el de Alicún”, como era conocido entre ellos, aunque en realidad él había nacido en Dehesas de Guadix, su pueblo y el mío, muy cercano a Alicún de Ortega, fue cliente asiduo de las cuevas del Sacromonte, de sus noches largas, con sus artistas que aceptaban gustosos su abundante generosidad.
Ramón, que era falangista convencido, no perdía la ocasión de reivindicar a Franco y exponer sus ideas, contrarias a los que defendíamos la democracia desde posiciones de izquierda. Yo nunca tuve problemas con él en ese sentido pues habíamos llegado a un acuerdo tácito para anteponer la amistad a nuestras ideas: no hablábamos de política. Enrique, sin embargo, le dejó claro enseguida que él era “rojillo” (con aquella manera amable que tenía para decir ciertas cosas). Y Ramón, que sentía admiración por él, luego convertida en afecto sincero, hizo como que no se enteraba y la noche transcurrió plácida y jaranera hasta que el día nos avisó que todo tiene un final.
Para mí fue una ocasión de oro para hablar de lo que ya me apasionaba con un cantaor al que conocía poco, pero al que ya admiraba por su rebeldía frente a lo establecido, característica común que nos unió hasta su muerte aunque a veces nos distanciara.
ENRIQUE MORENTE, MALGRÉ LA NUIT
Ediciones Algorfa. Julio de 2015
I.S.B.N.: 978-84-943406-7-3
Páginas: 220
A la venta en librerías y grandes superficies.
Más información en: www.libreriaalfaqueque.es
[1] Centro de Comunicaciones del Mediterráneo, creo recordar que se llamaba el organismo que se encontraba en el Arsenal y en el que estuve dieciséis meses y veinte días con algunas salidas al mar para hacer maniobras.