UN CONCURSO MÁS
Por Paco Vargas
Nadie sabe a ciencia cierta cómo acertar a la hora de organizar un certamen de estas características. Son muchas las circunstancias que hacen que un concurso como el de Córdoba sea un éxito o un fracaso, más si tenemos en cuenta la situación actual del flamenco, muy diferente a como era hace cincuenta años, pues ni los artistas necesitan pasar por un examen para demostrar su valía; ni en el caso de que triunfen, el laurel les asegura el éxito posterior. A las pruebas me remito: ni en éste ni en otros concursos de características similares ningún artista lo ha sido por el hecho de haber ganado los más importantes premios. Es posible que les haya ayudado a ser algo más conocidos y actuar en determinados festivales, pero poco más; una vez pasado el sarampión de las fotos y las entrevistas, el que realmente valía se ha hecho de un hueco en el escalafón y el que no, pues se ha quedado en el lugar que artísticamente le corresponde. Con todo, la mayoría de los artistas jóvenes –que debieran ser los potenciales concursantes de estos certámenes-, con buen criterio, prefieren la preparación y el trabajo diario como método ideal para su entrada en el parnaso flamenco. Y, además, digámoslo con claridad, porque los verdaderos artistas nunca han necesitado de premios para ser alguien y lograr el reconocimiento, aunque nunca vengan mal. Por eso, año tras año vemos a los mismos recorriendo los distintos concursos, en busca de su media hora de gloria o en su defecto del premio en metálico que alivie las fatigas que la mayoría de ellos pasa para poder vivir dignamente del arte flamenco. Por eso, no hay más cera que la que arde, aunque es obvio que hay más cante del que se puede escuchar en cualquiera de los concursos que hoy se dan.
Y eso ha sido así desde siempre. Primero fue en Granada. El Concurso de Cante Jondo fue un buen propósito, no exento de encanto ni de ingenuidad, que se quedó más en la forma que en el fondo, pues casi ninguno de los objetivos perseguidos se logró. Entre otras razones, porque ni el “cante primitivo andaluz” estaba en trance de desaparecer –como sostenía Manuel de Falla- ni los concursantes estuvieron a la altura, aunque es cierto que se descubrió una nueva voz –la de Caracol-, que hubiera sido lo que fue con o sin concurso, y se recuperó la voz de un viejo –la de El Tenazas-, que nos enseñó cantes y estilos desde entonces dados por buenos; pero que tras el concurso siguió siendo lo que era: un cantaor que hasta entonces había pasado sin pena ni gloria.
Después fue en Córdoba, otro concurso diseñado a imagen y semejanza, en lo formal y en lo ideológico, del ideado por Manuel de Falla y sus amigos en 1922. Entre aquél y éste hubo otros, alguno de la importancia del que le otorgó la Llave del Cante a Manuel Jiménez Martínez de Pinillo, “Manuel Vallejo”, celebrado en Madrid cuatro años después. Pero si en 1956, año del Primer Concurso de Cante Jondo, Fosforito fue el gran triunfador, en el III Concurso Nacional de Cante Flamenco de Córdoba, que volvía a cambiar de nombre en esta edición, celebrada los días 19 y 20 de mayo de 1.962, también se concedió otra Llave de Oro del Cante, esta vez a Antonio Cruz García, “Antonio Mairena”.
En sus más de cincuenta años, por él han pasado la práctica totalidad de los que han sido y siguen siendo artistas del cante, de la guitarra o del baile. Perdura en el tiempo y aún sigue siendo cita obligada cada tres años, aunque, todo hay que decirlo, ya no con la entidad ni con la intensidad de antaño, quizá porque su capacidad de proyección ha disminuido. En la decimonovena edición, la tradición dio paso a la modificación de las bases, aumentando considerablemente la cuantía de los premios, acabando con la antigua denominación de los mismos, reduciendo su número y simplificando la dificultad para obtenerlos. No sé lo que se pretendía con tal “revolución”, pero sí sé que al Concurso Nacional de Arte Flamenco de Córdoba, referencia histórica entre los certámenes flamencos, lo han convertido en un concurso más; pues si en las últimas ediciones se había apostado, aunque fuera de manera tímida, por los jóvenes y por las propuestas artísticas flamencas menos conservadoras y más arriesgadas, en la que ha tuvo lugar en el otoño de 2013 encontramos más de lo mismo, una puesta en escena de lo ya conocido. Ya veremos lo que ocurre en la edición de 2016. Era evidente que el más antiguo de los concursos flamencos necesitaba de una renovación, pero no en el sentido que se ha realizado.
Se han cambiado las fechas del florido mayo cordobés por las del triste otoño. Se han transformado las bases, para convertirlas en una copia de otras que rigen los cientos de concursos que se celebran en pueblos y ciudades. Se ha alterado el equilibrio de la composición del jurado, formado exclusivamente por artistas en activo, uno de los principales errores de cualquier concurso. Lo sé por experiencia. Por esa razón, siempre he defendido la necesidad de un jurado equilibrado tanto en el discernimiento como en la defensa de los distintos conceptos del arte flamenco. A los que me argumenten que para saber de cante, baile o toque hay que ser cantaor, bailaor o guitarrista les diré que mienten interesadamente. Hoy hay estudiosos y críticos con la valía y la competencia precisas para ejercer con propiedad y eficacia la labor de jurado. Con la diferencia de que los artistas únicamente ven por el ojo de su particular mirada del arte flamenco, mientras que el intelectual teórico, el flamencólogo como se dice ahora, tiene ante sí una amplia gama de gustos estéticos que, si sabe analizarlos, argumentarlos y darles contenidos éticos, le ayudarán a establecer la verdad objetiva. Algo imposible en un artista.
Asimismo, se han programado algunas galas con artistas de nombre y se le ha dado un cierto contenido cultural. Sin embargo, no se ha tocado la forma de selección de los concursantes. Ni se ha añadido el imprescindible carácter promocional que ha de tener un certamen del prestigio de éste si es que se quiere mantener. Y, en un intento inútil de romper con el pasado, se ha ignorado a personas de nombre y prestigio que no están en la línea de pensamiento que rige el actual concurso. Es decir, las envidias y los intereses espurios se han antepuesto al pasado y a la trascendencia histórica del más prestigiado de los concursos de arte flamenco. Al menos, hasta ahora.
El comité organizador del Concurso Nacional de Arte Flamenco de Córdoba debe reflexionar, hacer autocrítica, desterrar prejuicios y dejar de enrocarse y de mirarse al ombligo. En una sociedad que cambia a diario, sólo cabe adaptarse a ella. Y el arte flamenco, ahora que pertenece oficialmente a la Humanidad, no puede vivir de espaldas a esa realidad.